martes, 28 de abril de 2020


Cuál fin de la historia …

Cuando en la década del noventa llegó a mis manos el libro de Fukuyama que anunciaba: El fin de la historia, lo primero que rondó la cabeza era que la humanidad se extinguiría y que todas las predicciones de Nostradamus se cumplirían. Entonces para qué continuar. Los estudiosos del marketing y de la publicidad saben que un título vendedor garantiza que se agote el tiraje. No lo he pasado por alto, y casi treinta años después de su aparición, continúo hojeándolo en busca de un detalle nuevo que genere incertidumbre. No lo he hallado. Confieso que, tampoco fue descabellada la idea de que conglomerados extraterrestres lleguen a conquistarnos y la humanidad sucumbiera. Idea cercana a las pelis de Steven Spielberg. Sin embargo, no me dejaba dormir el cavilar sobre qué haría al otro lado y cómo sería la nueva vida, si es que llegaba.
Más adelante, profundizando lo que Fukuyama nos advertía, entendí que la historia como tal no terminaría, que los humanos seguiríamos en pie, aunque matándonos los unos a los otros, pero en pie. Iniciando guerras lejos de nuestras fronteras; reforzando otros ejércitos como si fuesen equipos de fútbol para partidos de exhibición; descubriendo nuevos virus en laboratorio que se irían de las manos y generarían epidemias, pandemias, muerte, desolación (…); las naciones poderosas y sus organismos multilaterales entregando créditos con recetas incumplibles; financiamiento a gobiernos autoritarios con sus habitantes pero sumisos con las potencias; el péndulo interminable en el precio del barril del petróleo que daba oxígeno una época o lo quitaba en otra.
Para ese entonces, el Muro de Berlín había caído y la Alemania ya estaba reunificada; la Perestroika que restructuraba el sistema económico de la ex Unión Soviética había dejado al mundo con la boca abierta. ¡Increíble pero cierto! El reino de la Geopolítica empezó a tender sus tentáculos e intentaba solucionarlo todo por dos vías: la diplomática o la fuerza; enviando delegaciones oficiales o convoyes con soldados; la débil o la fuerte, la decisión estaba siempre en las mismas manos. No sé si Fukuyama pensó en eso. Creo que no y resultará antojadiza la propuesta para muchos, pero ese fin de la historia a más de uno le provocaba insomnio.
Cuál era el argumento de Fukuyama: la razón científica y el reconocimiento de los otros, motivaría el fin de la historia, con sus bemoles. Y empezó como si fuera sal y pimienta que se le echa a la sopa, a ser utilizado el término liberalismo, en todas las sopas cotidianas, en las discusiones de alto y bajo nivel, en los espacios de reflexión, oración y de descanso. Liberalismo: en los países pobres sonaba a culmen de la opresión nacional o extranjera, de la explotación del hombre por el hombre; en Latinoamérica se escuchaba como las gestas contra la dictadura contra de los Batista, Somoza, Pinochet, Stroessner, Videla. Nuevos Castro, Che Guevara, Oscar Romero, Farabundo Martí, Víctor Jara llegarían investidos de liderazgo para liberar a sus pueblos. En Brasil, Lula y el Partido de los Trabajadores. En Bolivia, Evo y los trabajadores cocaleros. En Ecuador, la propuesta coincidió con los levantamientos indígenas luego de un proceso de casi cuatro décadas que empezaron con la instrucción de la gente de las comunidades, pero que, finalmente ellos se traicionaron o se alienaron mal en los apoyos políticos y fueron esclavizados de otra manera.
Para Fukuyama, el fin de la historia tendría dos tintes: uno, la razón científica, desde mi perspectiva motivaría conocimiento para generar bienestar y para ganar armonía; para encontrar la cura para enfermedades como el cáncer; para derrotar al SIDA que ya estaba en lo social; para impulsar la agricultura limpia y derrotar al hambre mundial; para acercarnos más al prójimo y llevarle alegrías. La propuesta se desvió: la creación de nuevas armas de destrucción masiva, implementos para el espionaje y la escucha, otras formas de esclavitud, hicieron crecer la economía, nuevamente del primer mundo; los tercermundistas, a la cola, explotados como siempre y sin terminar de entender. Dos, la voluntad de reconocimiento: y claro, con un importante incremento del capitalismo y del individualismo; los mismos en la punta de la pirámide gozando de los privilegios y la mayoría en la base aplastados por las decisiones.
En la calle, Marta Julia, tiene su propia versión del fin de la historia
-Es dejar de morir un poco, de sufrir menos, de que mis ocho hijos puedan ir a la escuela, que mi marido pueda trabajar dignamente y que yo, me dé la vuelta para sobrevivir.
Entonces, no le echen la culpa al pobre Fukuyama del fin que nunca llegó. Ni le digan que vaticinó la tragedia. El fin de la historia escrito por otras manos e ideado por otras mentes lo estamos viviendo hoy, con el Covid-19.
-¿No tienen esa misma percepción?
Lo que parecía una epidemia controlable en Asia se convirtió en una pandemia incontrolable para el mundo. Ya son millones de contagios y cientos de miles los muertos, todavía no hay la vacuna, están trabajando en ello. Los tiempos de la unidad y de abrir fronteras, abruptamente quedaron atrás; debieron blindar sus espacios aéreos, marítimos y terrestres. Nadie entra y nadie sale; menos si proviene de los países con altos niveles de contagio. Entonces, se cerraron los aeropuertos a pesar de tener miles de pasajeros varados, esperando con desesperación un vuelo para regresar a casa.
Lo que fueron acaloradas discusiones, al inicio, se volcó en retroceso y enmienda, después; las diferencias irreconciliables en política, por arte de magia encontraron una salida y los radicales depusieron actitudes. Argumentaban
-Todos debemos cooperar
La factura se la pasarán al final de la pandemia que será en un par de años cuando todo se haya estabilizado y volvamos a juntarnos. Y mientras eso ocurre, describamos crudamente nuestro fin de la historia:
Nunca, ni en la peor de las guerras los hospitales y salas de terapia intensiva colapsaron; no es un secreto que hubo que privilegiar la vida de unos y la muerte de otros; los materiales sanitarios (mascarillas, guantes, batas, gorros, zapatos) se agotaron; el alcohol antiséptico es un bien preciado para unos pocos que lograron abastecerse, mientras otros miraban con impotencia como el último de la percha fue retirado por otra persona.
Jamás, en los gobiernos autoritarios y en las dictaduras más crueles, toda la gente tuvo que hacer colas masivas para comprar alimentos; filas inhumanas, a la intemperie: soportando el intenso calor o la pertinaz lluvia; horarios para comprar comida y llenar la barriga de los más pequeños u de los ancianos que como siempre son los más vulnerables. Y al final de horas de espera, las puertas se cerraron porque el toque de queda empezaba en una hora y los empleados que también tienen familia, debían ir a casa. Volver con las manos vacías, otro día de padecimiento.
Impensable, ni siquiera los excesos en la Segunda Guerra Mundial con la estigmatización a los judíos son comparables con lo que ocurre: todos debemos llevar un identificativo para poder salir (salvoconducto, mascarilla, guantes, gorro), sino multa y a prisión. Preferible #Quédate en casa y evita la propagación. Y al menos, estas medidas se mantendrán a mediano plazo.
Increíble, agotadas las pruebas rápidas, no sabemos quién es portador y quién no; y eso a todos nos hace vulnerables.
Penoso, muertos por cientos esperando un sepelio digno. Ni las lágrimas y menos el dolor de los familiares removieron corazones porque la capacidad de los cementerios se desbordó. Y lo más digno para el descanso del cuerpo fatigado por la pandemia, quizá sea una fosa, con la promesa de entregar a los deudos la ubicación del su pariente fallecido, cuando todo haya terminado. ¡Qué cruel..!
Maldición, la caída en picada del precio del barril del petróleo causó pánico en las economías que dependen de su venta para financiar la economía. Cotización en negativa, primera vez en la historia, hecho nunca visto ni en las peores recesiones. Anuncio de despidos masivos y reducción de salarios; muchas palabras y pocas ideas de los gobernantes para hallarle una salida al tema.
De las otras, también hay, solidaridad y aplauso. Para quienes despojados de intereses personales llevan ayuda a quienes menos tienen; y para los trabajadores de los servicios sanitarios que aun arriesgándose no dejar sin atención a ninguna persona. Con traje de héroe y heroínas.
Y así, mientras anochece al otro lado del mundo, a miles de kilómetros, en un continente que quizá jamás pisaré, duermen tranquilamente miles de millones de personas, confiadas en que para ellos todo terminó, mientras nosotros sufrimos el día a día, de algo que no provocamos y todavía no sabemos las reales consecuencias.
En las calles el fin de la historia se presentará cuando el aislamiento termine y otra vez, la gente salga para vender sus agua de coco, rodajas de piña, de sandía y de papaya, agua helada, jugo de coco y naranja, gaseosas, dulces, fundas de la basura, música en mp3, ropa deportiva, gafas, lotería; los limpiadores de parabrisas reunificarán su ejército y en cada esquina te pedirán unas moneas a cambio de su trabajo; la chica de los maduros asados pasará cerca de tu puerta ofreciéndoles y el olor quedará varios minutos después que se fue.
O, quizá no sea el fin de la historia porque los seres humanos somos tercos y nos sobrepondremos, pero sí es un llamado de atención para cambiar el giro del planeta. A tomar en serio este anuncio, caso contrario no podremos cumplir el sueño de viajar por el espacio y pisar otros planetas, despajar la duda si en marte hay habitantes o no, saber si los destellos que vemos en el cielo son naves espaciales o tenemos que limpiar los cristales de nuestras gafas, no podremos abrazarles cuando nuestros hijos se gradúen o levantar en brazos a los nietos.  Seamos parre de la prolongación de la historia.

(Propiedad de Julio Bravo Mancero)

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